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EL ROL DE LA PATERNIDAD Y LA PADRECTOMIA POST-DIVORCIO

NELSON ZICAVO MARTÍNEZ


Psicólogo, Master en Psicología Clínica.
Docente de la Universidad del Bio-Bio.
30 de agosto de 1999.

INTRODUCCIÓN

Sin lugar a dudas el divorcio es uno de los eventos de mayor impacto en la vida de una persona. Si bien en ocasiones resulta la solución a una crisis, es indispensable el buen manejo del mismo para no producir una situación más lacerante y dañina para los implicados.

Este estudio se posesiona desde la visión del padre, desde las consecuencias para este del proceso post-divorcio, respecto a sus derechos y la relación con sus hijos ya que la tradición ha acuñado una serie de costumbres, conductas y disposiciones ubicando al hombre en una posición desventajosa respecto a la mujer en relación con los hijos.
De esta forma son objetivos específicos de esta ponencia:

1. Caracterizar la padrectomía y su forma de expresión en los casos estudiados.
2. Redimensionar el síndrome del padre destruido y su forma de expresión.
3. Conocer las vivencias negativas del padre durante este proceso y sus correspondientes efectos emocionales y conductuales.

De manera más general,las caracterizaciones que nos propusimos poseen como objetivo común evaluar las implicaciones que tiene el mal manejo del proceso post-divorcio para el desempeño de una adecuada paternidad.


DESARROLLO

Desde los primeros instantes de toda relación interpersonal se desarrollan procesos de cambios constantes, cualitativos y cuantitativos, donde la simiente de los próximos se encuentra en el aquí y ahora. Así mismo, en la historia anterior de la pareja se pueden hallar, potencialmente, antecedentes que influyen de muy diversas maneras en el motivo, estilo, profundidad, responsabilidad, expectativas y calidad emocional de la relación.

Cuando dos personas se transforman en pareja conyugal traen al seno de la unión sus características personales y expectativas de relación. La pareja, junto a los hijos, emprende la gran aventura de conformar una familia, grupo peculiar para el cual quizás no están preparados y que exigirá de ellos el desempeño de nuevos roles. Esto demanda que esta valiosa experiencia se conduzca con la virtud de la responsabilidad.

Pero ¿qué sucede cuando sobrevienen los desacuerdos, las distancias, la ruptura?

A menudo nos encontramos en nuestra práctica clínica con seres humanos de todas las edades y ambos sexos con una vivencia de pérdida tan profunda como irrecuperable. Los hijos se sienten desorientados y confundidos, inmersos en un conflicto que no desearon, ni previeron. La paternidad y maternidad se debaten en un enfrentamiento consciente o inconsciente, dirigido inevitablemente al resquebrajamiento o anulación de los roles antes compartidos.

Nos referimos a la separación o divorcio, indistintamente, como la acción de la disolución de los vínculos emocionales de la pareja, tenga lugar o no la disolución legal.

Cuando en el desenlace de esta decisión no prima el propósito de rescatar lo positivo de la unión anterior (entiéndase: armonía, el mantenimiento de los roles paternos, etc.) y el proceso es guiado por la falta de responsabilidad hacia la descendencia, estamos ante el caso de un divorcio “mal manejado” que produce una relación dañina para todos los involucrados en dicho evento.

Resulta fácil encontrar en la literatura gran cantidad de estudios acerca de las consecuencias negativas que el divorcio trae para los niños (Hetherington y cols., 1979; Kelly y Wallerstein, 1976; Wallerstein, 1983). También han sido reconocidas las consecuencias para la figura femenina al asumir la maternidad sin el apoyo del padre (Fustenberg, 1982; Jacobson, 1983; Price-Bonham y cols. 1980).
Sin embargo los estudios sobre los efectos nocivos de este proceso en los padres son escasos o al menos insuficientemente estudiados. El pediatra Robert E. Fay (1989) ha descrito como “padrectomía” y “síndrome del padre destruido” a vivencias que afectan la paternidad, ambos conceptos que por su importancia, requieren de mayor precisión conceptual, desarrollo y profundización. Resulta una necesidad acercarse a la construcción de esta parte importante de la subjetividad masculina.

Aún hoy, en el umbral del próximo siglo, no son tratadas con la misma equidad las consecuencias que para el padre implica el proceso post-divorcio. Le corresponde al padre, en la gran mayoría de los casos, el abandono del hogar una vez ocurrido el divorcio. Esto implica, de forma obligada, un reajuste en el desempeño del rol paterno que pasa, al menos, por dos condiciones:

  •  La no convivencia con el hijo.
  •  La relación con el niño mediada por la madre en una relación a menudo no empática.


EL DIVORCIO

Es un periodo que trae consigo la disolución de los vínculos emocionales, los legales y sociales y que no sigue un cierto orden establecido, pues existen parejas que disuelven el vínculo jurídico rápidamente y no así el emocional, mientras en otras esto ocurre a la inversa. Lo cierto es que este suceso, llamado separación o divorcio, resulta, sin lugar a dudas, un proceso largo y complejo, al cual, no se le concede por parte de ambos miembros de la pareja la debida atención desde el punto de vista de la preparación que deben tener para emprenderlo sin dañarse ellos, los demás familiares y los hijos.

De manera general reconocemos dos grandes periodos en el proceso de divorcio que podemos enunciar como su preparación y evolución, que enmarcan lo ocurrido en la pareja antes y después del acto mismo del divorcio.

Periodo de preparación:

Es una etapa previa al proceso específico de divorcio que es denominada “construcción” y se refiere a la edificación de la pareja o familia, donde se sientan las bases de la futura perdurabilidad o ruptura, así como los matices con que transcurrirá la misma.
Scanzoni (1981) ha registrado diversos patrones de interacción conyugal que se diferencian por los distintos grados de implicación de ambos y que van desde una relación de subordinación y distribución de funciones bien definidas (que responden a un patrón tradicional), hasta una relación de igualdad poco frecuente.

Periodo de Evolución:

El periodo anterior observado como el principio del fin termina en una toma de conciencia (por uno o ambos cónyuges) de que el matrimonio no funciona y se lleva a cabo el proceso específico del divorcio, separación, ruptura o disolución del vínculo matrimonial. Aquellas parejas que han construido su mundo familiar en base a desigualdades nocivas, suelen vivir rupturas muy desgarradoras y fragmentadoras. El daño perdura en el tiempo y potencialmente afecta futuras relaciones soliéndose “usar” al hijo como un instrumento de agresión contra el otro, convirtiendo al niño en una de las víctimas de los acontecimientos (Pereira de Castro, 1997), pero no al único dañado ya que en la privación del rol paternal los hombres se ven fuertemente perjudicados.

Comienza entonces un proceso de post-divorcio cuya evolución sigue diversos cursos pero que, de forma bastante común, pueden identificarse dos momentos, uno de deconstrucción (Abelleira, 1995) y otro final de reconstrucción o reajuste.

En esta etapa tiene lugar la separación de la pareja (divorcio conyugal) y el alejamiento de los hijos (divorcio parental).


Divorcio Conyugal:

El divorcio no constituye necesariamente una “patología” obligada para los implicados en él, por más que casi siempre suponga adaptaciones, sufrimientos para alguno de los afectados, etc. La enfermedad parece depender más del manejo que se haga del evento que del evento en sí mismo. No obstante, implica un momento de crisis vivencial, de pérdida para todos los miembros de la familia; y los investigadores coinciden en señalar que significa un quiebre emocional importante como acontecimiento potencialmente psicopatógeno, que podría derivar en manifestaciones patológicas en tanto su manejo sea cada vez más desajustado o inadecuado (Sekin,1997; Biblarz y cols, 1997).

Es la separación judicial o de hecho – habitualmente de mutuo acuerdo – entre dos personas con un vínculo conyugal de cierta estabilidad percibida, que implica un distanciamiento físico y afectivo debido a la imposibilidad pluricausal de continuarla. Se dice de la disolución del vínculo matrimonial público y privado. Supone una división de los bienes en común así como el sostenimiento mutuo de los roles paternos y maternos.

Resulta especialmente doloroso cuando existen hijos, pues los niños se ven involucrados en una dinámica polarizada y sin posibilidades de elección (Fay, 1989). En realidad no podría existir elección viable para el hijo que suele concebir – cuando han sido figuras significativas y positivas – a los padres como unión indisoluble. Para ellos papá y mamá son dos conceptos a menudo inseparables, que encierran un sentido personal de elevada connotación afectiva y de protección, incluso en aquellos casos en los cuales la separación es vista por los niños como una salida necesaria a la crisis de la cotidianidad.

A ambos los necesita en circunstancias diferentes o similares, pero los necesita por igual, ya que cada uno de ellos ofrece una salida, o simplemente lo acompaña, con un sello personológico propio para cada acontecimiento que el niño vivencia. No se trata de que uno entregue más cariño que el otro, ni siquiera que las habilidades de uno o sus posibilidades materiales sean más importantes; lo decisivo reside en que son alternativas distintas e igualmente útiles y necesarias afectivamente, un polo no puede existir ya sin la presencia del otro. En la complementariedad cobran vida las partes del todo.
El divorcio conyugal habitualmente conduce al divorcio parental.


Divorcio Parental

La experiencia clínica nos permite hablar de divorcio parental cuando el padre se aleja abrupta o paulatinamente de los hijos con un comportamiento aprendido y “exigido” por la sociedad, ya que existe la representación de la norma social (asignada), la cual establece que ante un divorcio el padre debe marcharse velando así por la estabilidad de sus hijos y de aquel hogar que él contribuyó a formar, de lo contrario no será un “buen padre” o tal vez no es un “buen hombre.”

Es la separación de hecho entre las figuras parentales y los hijos tanto física como afectiva, con la particularidad de que habitualmente el polo hijos no puede participar de la decisión, no se tienen en cuenta sus demandas y necesidades. Alejamiento y o destrucción del vínculo y los roles parentales con la descendencia, haya o no divorcio conyugal.

Los hijos parecen ser propiedad natural e indiscutible de la madre. A ella corresponde la potestad todopoderosa de permitir al padre seguir siéndolo o convertirse en visita de sus hijos. Comienza entonces una suerte de segregación, junto a una desautorización de la imagen paterna que conduce a la anulación del rol paterno. Se ahuyenta al padre, se lo extirpa del rol y de los afectos de la descendencia como una suerte de muerte “natural” y una vez que desaparece, entonces a menudo se le acusa de estar ausente, de no “venir a ver a su hijo”, que “su hijo no le importa”, de que “nunca le importó”, etc.

Con nuestro silencio contribuimos, sin querer, a “asesinar” a los padres, después simplemente, solemos acusarlos de que están muertos. Este ahuyentar tiene varias causas, fundadas o no, pero lo que verdaderamente impacta es que ocurra bajo nuestra mirada cómplice.


La Paternidad: Roles y Mitos

Los postulados de Pichón-Riviere nos acercan certeramente al problema de los roles. Para el autor existe un imaginario social dado por ideas, imágenes y estereotipos, es decir, representaciones simbólicas compartidas acerca del significado conceptual y pragmático de cualquier rol a ejercer, y en este caso, también del ejercicio de la paternidad. Tal imaginario resulta lo que la sociedad asigna al individuo en su devenir histórico, depositando en él un cúmulo de representaciones simbólicas, compartidas con cierta homogeneidad por las personas de la época histórica de que se trate (Pichón-Riviere, 1985).

Lo asignado es el legado sociocultural depositado en el individuo en forma de normas éticas y morales, principios, conocimientos, imágenes estereotipadas, ideas, etc., a través de la familia y la sociedad.Por su parte, el sujeto como depositario acoge y hace suyo lo depositado mediante una serie de representaciones cognitivas, con las cuales se implica emocionalmente y actúa en consecuencia. En el decursar de su vida el sujeto lo incorpora con aquellas adaptaciones personales, convirtiéndose en lo asumido, lo cual guarda estrecha relación con lo asignado. Relación esta que no resulta ni lineal ni directa producto de la mediatización ejercida por las adaptaciones individuales surgidas en ocasiones por inconformidades personales con la norma social imperante, y en otras por poseer fuertes modelos rectores contrarios, dicotómicos o al margen de lo sociocultural asignado.

Todo este proceso social resulta invisible ya que se “naturalizan” cualidades y actitudes como inherentes a la naturaleza y esencia del varón o la mujer. De esta manera se sustenta la premisa de que ser mujer y ser madre es una reducción impuesta por la naturaleza, genética, ancestral y a través de la cual se puede alcanzar la identidad femenina (Snyder y cols., 1997).

Los medios masivos de comunicación, a veces hasta sin proponérselo, van estereotipando modelos de mujer-madre y de hombre, que posteriormente cada una de las personas se encarga de reproducir con adaptaciones personales en el seno de su familia.

Por su parte varios autores (Arés, 1996; Fernández, 1994; Silveira, 1997; Fay, 1989) coinciden en describir la existencia de una serie de características estereotipadas y asumidas por la media social como indicadores de la norma. Tales características son:

  • Proveedor, trabajador, disciplinador.

  • Fuerte, callado y valiente. Racional, agresivo, asertivo.

  • Invulnerable a la ternura y la emocionalidad.

  • Homofóbico, rudo corporal y gestualmente. Dueño del ejercicio del poder.

  • Poseedor de una virilidad de “competencias”


Estereotipos en los cuales el rol de la paternidad no es observado, no está presente; mientras que la funcionalidad masculina aparece absolutamente escindida, lo cual es impensable en el caso de la mujer respecto de la maternidad.

Por tanto es frecuente encontrarnos con que los atributos inherentes a lo masculino-paternal y lo femenino-maternal son oposiciones irreductibles, percibidas y explicadas como el mero discurrir de una verdad biológica o de un código genético que es portado de por vida – a merced de lo heredado – como una “marca registrada” (Loewenstein, Barker, 1996).

Sin embargo los genes no determinan los mecanismos de dominación social ni sexual, las construcciones desde lo sociocultural son el verdadero “código hereditario”, que por ser elaborados pueden reelaborarse cuantas veces sea necesario, o al menos son susceptibles de “mejoras constructivas” o de “verdaderas remodelaciones” a tenor de la realidad siempre cambiante.

De esta manera para la sociedad resulta evidente que el padre no posee un instinto como el de la madre, pero ¿cómo justificar que los hombres no posean un instinto de paternidad?. ¿No estaremos ante la presencia de mitos, más que de verdades científicas?.

El mito de los instintos supone un problema inalcanzable, o al menos inmanejable, pues troca en instintos las conductas con tendencias a la maternidad, por lo que debería asumirse entonces que sería ésta una conducta recurrente en toda la especie humana y resulta obvio que no es así. Pero al asumir connotaciones de mito se torna “intocable” pues los mitos suelen no sufrir reformas ni adaptaciones.


El Problema de los Mitos

El imaginario social asume que la mujer se encuentra “naturalmente” mejor dotada que el hombre para el cuidado y la atención de los hijos. Es esta idea la que posiblemente facilite la decisión casi siempre a favor de la madre de la mayoría de los derechos sobre el hijo en caso de divorcio, en detrimento de los derechos del padre. El problema consiste en dilucidar si esta idea tiene un fundamento de razón o si se trata sólo de una creencia.

Los mitos jamás se cuestionan, cuando algo falla, por ejemplo en el caso del instinto maternal, el fracaso es atribuido a la persona, pero el mito jamás falla. Y si acaso la experiencia funciona como previa en el mito, entonces este se confirma nuevamente; o sea, de cualquier manera los mitos tienden a reforzarse a sí mismos y reproducirse cada vez con más fuerza. Pero ¿esto los hace veraces?.

Los instintos, de forma general, se expresan en conductas, en formas de actuar que son características para una especie determinada y que son irrenunciables; en ellos no interviene la voluntad ni la conciencia y se adquieren genéticamente a través de la herencia. “Clásicamente, el instinto es un esquema de comportamiento heredado, propio de una especie animal, que varía poco de uno a otro individuo, y que se desarrolla según una secuencia temporal poco susceptible de perturbarse y que parece responder a una finalidad”. (Laplanche, Pontalis, 1994).

Veamos entonces el instinto materno como uno de los mitos centrales a partir del cual se desprenden otros mitos que tienden a anular todo acercamiento paternal. Este instinto nos habla de ciertas particularidades que a menudo escuchamos en nuestra práctica, a saber:

  • “No existe mejor afecto que el de una madre”.

  • “No existen cuidados más esmerados que los de una madre”.

  • “Nadie quiere a su hijo tanto como una madre”.

  • “Padres pueden encontrarse muchos, madre hay una sola”.


Los puntos anteriores elevan (y a la vez reducen) la condición femenina a la maternal y la condición de hijos a la de “prisioneros” de un amor que sería pecaminoso no sentir. Resulta esta una apropiación cultural e histórica quizás tan antigua como la humanidad misma, reforzada a menudo por la ciencia.
Es probable que en los actuales círculos científicos se reconozca que no es posible hablar de la maternidad en términos de instinto, pero, por otro lado, en el lenguaje popular se fomenta subrepticiamente su existencia (Ferro, 1991).

Y no es que no exista el amor maternal, por el contrario, existe y resulta maravilloso y digno, lo que no resulta real es que obligatoriamente toda mujer, para serlo debe ser madre y de que toda madre incuestionable y automáticamente desea y quiere a su hijo, debiendo ser amada por este.

Investigaciones recientes recogidas en un informe de la ONU plantean que se dan 45 millones de abortos por año en el mundo, 20 millones de ellos en condiciones inadecuadas por ser ilegal, u otras razones, y de los 175 millones de embarazos, 30 millones de nacimientos resultaban no deseados por diversas causas. Por otra parte, agrega el informe que entre 120 y 150 millones de mujeres del planeta desean limitar sus embarazos, pero no pueden por falta de recursos o por ignorancia (FNUP, 1996).

Lo anterior conduce, una vez más al cuestionamiento del mito. ¿Cómo se explicaría aquí el cese o inexistencia del instinto maternal en esos millones de seres humanos que nos rodean a diario, año tras año, impidiendo el nacimiento de otros seres humanos ya formados y en algunos casos casi a término? ¿Se trata verdaderamente de una herencia natural?. Si fuera cierta esa herencia natural del instinto maternal ¿de qué manera nos podríamos explicar esas cifras?, ¿de qué manera podríamos explicarnos la existencia de bebés que son abandonados en la vía pública?, ¿de qué manera se explica que existan tantas madres en el mundo que desde épocas primitivas hasta hoy mismo, casi en el siglo XXI, desatiendan a sus hijos hasta la desnutrición más severa, les permitan u obliguen a prostituirse, los vendan a parejas estériles en cualquier parte del mundo, o presten su útero para gestar un bebé de otra pareja, o que incluso los ahoguen o los tiren a la basura, en un retrete, con tal de que sus padres o la sociedad no se entere de su infortunio?, ¿De qué instinto se está hablando?, ¿Cuál instinto es el que se está sosteniendo socialmente y hasta cuándo se mantendrá?.

Las creencias tradicionales que atribuyen a los roles de género el que son naturales, inherentes o biológicos hace tornarse en limitada la posibilidad de que tal realidad cambie. En cambio, si tales roles de género fueran percibidos como lo que son, depositaciones socio-históricas mediatizadas por las construcciones personales, entonces esto significaría que también pueden ser deconstruidas y vueltas a construir cuantas veces sea necesario, se propiciaría el cambio, pero se sabe que los cambios son muy resistidos (Bleger, J. 1965).

Como hemos visto hasta aquí, tanto los asignados sociales depositados en el rol de hombre, como la mítica creencia de que la mujer es la única capaz para la mejor atención de los hijos, han reducido desde el punto de vista familiar, social y hasta legal las funciones del padre al de contribuyente biológico, al de progenitor, limitando las potencialidades de este de ejercer y disfrutar a plenitud la dicha de ser padre. Esta realidad se hace extremadamente crítica en la situación de divorcio.

Ante esta realidad cabe preguntarse si todos podrían guiarse cómodamente por estas reglas ampliamente compartidas por la mayoría. ¿Cuántos asumen la regla socio-cultural como imposición ineludible y de sabor agridulce?. ¿Para cuántos el sabor es amargo?. ¿Cuántos rechazan esta norma de forma silenciosa? Los pocos que abogan por otro modelo de paternidad suelen ser censurados u objeto de burlas.

Aquellos que se oponen a las normas sociales se convierten en depositarios y reveladores de los conflictos y tensiones sociales, grupales y de género. Ellos deciden, quizás porque no les queda otra salida para ser coherentes con su afectividad, no hacerse cargo de los aspectos nocivos o patológicos de la norma social imperante, incluso a riesgo de ser ellos señalados como violadores utópicos de lo asignado. La gran presión ejercida y la imposibilidad de elaboración de la ansiedad y las dicotomías entre lo asignado y lo asumido, a algunos los paraliza e incluso los amolda con “fórceps” a lo que en esta época “debe hacerse” para poder seguir siendo tenido en cuenta como “hombre”.

La revisión de la literatura (Griffin, 1997; Fay, 1989; P.A.P.A., 1992; ¿Padrectomía? Actas de Congreso, 1995) y el estudio realizado de este tema, tanto desde el punto de vista científico como el análisis de su comportamiento en la vida cotidiana no nos permiten – y no es nuestro propósito – culpar de ello a nadie en particular, pero tampoco nos obliga a aceptarlo, sino más bien nos promueve a reflexionar y a abogar por un cambio a favor de una paternidad más comprometida y plena.

Por ejemplo, la cultura ha acuñado en sus diccionarios un concepto de padre como “el macho que engendra, principal y cabeza de un linaje o pueblo.” (Larrouse, 1990); o como “el varón o macho respecto de sus hijosÖcosa que da origen a otra.” (Aristos, 1992). ¿Acaso estos conceptos arrojan luz al fenómeno de la paternidad?. ¿No deberíamos actualizar las guías orientadoras de nuestra lengua?.

Se debe desvincular la figura del padre de la idea del progenitor, aunque tal vínculo aparezca como lo deseado, y sin lugar a dudas para muchos, como lo ideal. Nuestro concepto de padre se encuentra en otra dimensión, asociada a un nuevo e incipiente movimiento masculino que pretende incluirse como individuo y como sujeto emocional en la relación con sus hijos. Tal movimiento parecería estar insertado en el contexto de grandes cambios de los paradigmas existenciales a finales del siglo XX (Loewenstein, Barker, 1996). Continuación

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